Cojo tu mano. Vámonos de paseo. Serás tu quien me lleve, con los ojos cerrados, a todos los lugares a los que andas volviendo desde que no miras ni hablas. Tú aprietas la mía. Supongo que es un sí.
A mi hermana y a mí nos cuelgan las piernas sentados sobre el asiento trasero de un seat ronda, que se detiene ante la fachada de la última casa del carril. En el suelo conviven en simétrica vecindad el chinarro y el cemento cuarteado. Tras una persiana azul (perdona si coloreo algún recuerdo, pero es tarea de un escritor embellecer lo vivido aunque no siempre se haga honor a la verdad) hay una puerta que apenas se abre, y otra metálica que es por la que solemos entrar. Retengo cada llegada a la casa de la huerta como un ritual de domingos luminosos. Alguien abre la puerta metálica (en mi álbum particular esta instantánea corresponde generalmente a mi padre), y tras acoger la calurosa bienvenida de Trotsky, un precioso pastor alemán que pasaría el final de sus días a tres patas, avanzamos por el camino moteado de flores secas que incesantemene caen de las bogambillas. Ésta será la primera tarea, barrer el festival de pétalos violáceos que cubre el suelo.
No sé bien si a mi llegada tú ya estás ahí o no, pues esta escena que ahora repasamos está carente de temporalidad. Son años condensados en un corto primer acto, el de mi infancia. Tan pronto me veo recorriendo estos primeros metros en pantalón corto y cabello cortado al estilo príncipe valiente (aún no entendían de sexo los peinados que por entonces lucíamos mi hermana y yo), como enfundado en un chandal de color fosforito y con los pelos de punta. Y es que al principio sí habitabas allí, cuando sobre alguna mesa descansaban un ventolín y un paquete de tabaco negro; cuando el primer beso era para él, y nos pinchaba con su incipiente barba blanca. Después él se marchó, llevándose consigo los pictolines y su mirada pequeña de ojos hundidos, y tú comenzaste a llegar allí como nosotros, de visita.
Ya tengo en mis manos una pelota. Comienzo a jugar con ella, haciéndola rebotar contra la pared de la fachada. Al rato se unirán mis primos al juego. Son tan pequeños, que inevitablemente me convierten en el líder de esta tercera generación que juega en el carril. Con ellos como séquito exploraré los bancales, descubriendo que la blancura del algodón es de todo menos inofensiva, o aprenderemos a hacer barcos con las hojas del panizo, esperando ansiosos que el agua comience a recorrer los regueros y los arrastre por los confines de este mundo para iniciados en el que nos iremos sintiendo importantes. En ocasiones, yo mismo acompañaba a mi padre a obrar el milagro, recorriendo la senda que discurría paralela a la acequia, al final de la cual se encontraba el tablacho que él levantaría para provocar la inundación. Para entonces yo sabía poco del mar ni del tal Zeus, pero sabía que si existía un dios para las acequias y los ríos, ése era mi padre.
Fue recorriendo esa senda como descubrí el sabor del fruto de las moreras y el manjar que sus hojas suponían para los gusanos de seda en primavera; que allí donde terminaba había otro árbol que sangraba leche al arrancarle el fruto; que si pasabas mucho rato bajo sus ramas te picaba todo el cuerpo, y que los higos que mi familia saboreaba con tanto gozo pertenecían a una tal Rosario. Ese camino era algo así como los mares fueron antaño para los navegantes, una ruta hacia los confines, más allá de los cuales debía haber acantilados, precipicios a otros mundos o al temido infierno. La acequia nos fue presentada como un cauce peligroso, cuya corriente podía arrastrarte bajo tierra y hacerte desaparecer para siempre engullido por las entrañas de la huerta. Descubrimos así que había límites, más allá de nuestra osadía infantil, y que el mundo pertenecía a los adultos, quienes lo conocían bien y nos protegían de los riesgos que comportaba moverse por él con tal dosis de ingenuidad.
Eran tiempos de permanentes en el pelo y grandes bigotes; de arroz y conejo y rábanos recien cogidos. Eran los primeros veranos, con sus tardes a la fresca en las que la decisión más grave por tomar era si la horchata la preferías de chufa o almendras y el corte de helado de turrón o tuti fruti. De una palmera a otra cruzaba ocasionalmente una rata. No puedo confirmar que alguna vez fuera alcanzada por aquella fascinante escopeta de perdigones, pero intentarse se intentó, para susto de alguna de las féminas del clan. Otra máquina cautivadora era la vieja bici de carreras arrumbada en aquel cuarto al que apenas se accedía, donde envejecía junto a otros enseres que en su día pertenecieron al abuelo.
He de soltarte la mano un momento, pues las necesitarás ambas para hacer una de tus tareas predilectas: rociar con cubos de agua la entrada de la casa para restarle calor a la tarde. Pero una vez dejas el cubo en su lugar, te la vuelvo a coger para retomar el paseo hasta el patio trasero. Hagamos el recorrido en sentido inverso a las agujas del reloj. De esta manera pasaremos en primer lugar por las conejeras, nos detendremos justo a las doce en el enorme horno de leña escoltado por el macetón de guindillas, y cuando estemos a punto de cerrar el círculo, cruzaremos la entrada al jardín. Ni me alcanza la memoria, ni creo que consiguiera inventariar aquel sinfín de especies vegetales salvo que para entonces yo hubiera sido capaz de escribir cómo ahora en vez de atrancarme en las primeras lecciones de la cartilla de lectura. Pero sí sé, hoy lo entiendo, que fue entonces cuando cayeron dentro de mí algunas semillas y se sembraron nombres que con los años germinarían y se me harían familiares: petunias, pensamientos, geranios, begonias, azaleas, claveles, rosales, hiedras, galán de noche... De todas las raíces que aferran mi vida al suelo, ésa es la que bebe de tí como de un manantial subterráneo. Tú eres todas y cada una de las flores. De tí heredo la necesidad de un balcón o patio con macetas allí donde mi existencia se va volviendo sedentaria por etapas. De tí el gusto por observar las plantas día a día, alimentándolas y constantado su desarrollo lento a través de las estaciones. Me alegra saber que la última conversación que mantuvimos fue acerca de en qué jarrón quedaba mejor ese ramo que te traía para festejarte el santo. Gracias, virgen del mar.
El interior de la casa lo asocio al invierno y al crepitar de las llamas en el hogar de la cocina; a las sobremesas viendo Los Diminutos o Calimero, mientras los mayores arreglaban el mundo a sorbos con el Frangélico. Tú fuiste siempre de pocas palabras, pero no por ello carente de criterio. Esto último lo descubrí años después, viéndote insultar frente al televisor al enano con bigote y a otros nuevos fachas disfrazados de corderos, o haciendo la crónica de cada éxito deportivo de tu Madrid, Induráin o Rafa Nadal. He conocido a pocas personas de edad avanzada que siguieran con tanta pasión el deporte. De hecho, no hace tanto que se te podía ver en la grada del Palacio de los Deportes como a un hincha más del CB Murcia. Pero volviendo al interior de aquella casa, he de reconocer que salvo a la cocina y a la salita contigua, jamás presté especial atención al resto de la vivienda. Ya de adulto, he tratado de reconstruir aquellas habitaciones dentro de mí como el marco de escenas relatadas por mi padre y que versaban sobre noches de estudio y costura, a la luz de un candil, quinqué o similar. Van siendo varias las camas que me han amortiguado tus cojines...
Y éste es nuestro secreto, abuela. Lo que sucede cuando entro en la habitación 709 y te cojo la mano derecha, la que aún sientes. Esto es lo que hacemos disimulando con nuestro mutismo: pasear por el lugar al que tú ya has vuelto una vez destruído el calendario. Recrearnos en la postal que te hace eterna dentro del intervalo finito de mi existencia. Acariciar la raíz, saberla fuerte, y sentirnos parte diminuta del universo y su historia inconclusa en la que nuestras vidas no pasan de ser una mera anécdota.
(dedicado a la abuela Carmen)
pd: deseo un buen mes de agosto a todos los lectores de este blog. Bajo la persiana hasta septiembre. Muchos besos...
domingo, 1 de agosto de 2010
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